Todo estaba cubierto de vapor. Yo era apenas una sombra velada por las cortinas y el vaho. El agua caía caliente sobre mi cabeza, derramándose por mi espalda, relajando mis agarrotados músculos. Había sido un día agotador. Sólo quería descansar. Necesitaba descansar.
El suave roce de unas manos en mi espalda me arrancó de mis pensamientos. Me volví sobresaltado. El sinuoso contorno de una mujer se adivinaba tras las cortinas apenas descorridas. Sonreí complacido. Aunque estaba cansado, siempre disfruto de tales recibimientos. Tomé esas manos y las atraje hacia mí. Giselle atravesó las cortinas casi como un fantasma apenas visible entre la calima. Su pelo rizado enseguida se apelmazó, lacio, sobre su frente y sus hombros desnudos. Yo la contemplé unos instantes, absorto en el delicado mapa de su cuerpo, explorando cada rincón con unos ojos ávidos, encendidos por el deseo. Las gotas de aguas resbalaban como pequeños ríos entre los valles y llanuras de su seductora orografía. La deseaba. Y cuando mis ojos se encontraron con los de ella, pude comprobar que ella también me deseaba a mí. A pesar del tiempo que llevamos juntos, aún me hiela la ardiente frialdad de esos ojos glaucos, inflamados de pasión, cuando permanecen fijos en mí.
Me acerqué lentamente hacia ella, inclinando mi cabeza, para detener el avance de una gota con la lengua, justo por encima de uno de los pezones de Giselle. Ella me miró, sonriendo, y empujó suavemente mi cabeza, hasta que mis labios se cerraron sobre su areola. Pasaba mi lengua una y otra vez sobre el extremo del pezón, que no tardó en reaccionar. Cuando estuvo erecto, lo mordí suavemente, mientras mi otra mano ya se deslizaba hacia el otro pecho de mi chica. Pero no fueron los pezones de ella lo único que respondió, pues, olvidado ya el cansancio, entre mis piernas se apreciaba una incipiente erección. Giselle apretó mi cabeza contra su pecho. Le gustaba mi contacto. Lo ansiaba. Una humedad que nada tenía que ver con el agua de la ducha se extendía entre sus piernas. Cerró los ojos y saboreó cada una de las sensaciones que mi experta lengua le proporcionaba.
Entonces me liberé de su abrazo y, mientras besaba su cuello desde el nacimiento de los hombros hasta debajo de la oreja izquierda, la hice girarse hasta quedar de espaldas a mí. Mientras ella se inclinaba hacia delante, apoyando su peso sobre los grifos, me agaché, saboreando de antemano aquel delicioso manjar. Muy despacio, mis manos separaron las nalgas para facilitar el acceso a su cálido centro. Podía escuchar como su respiración se agitaba, anhelante. El chorro de la ducha golpeaba sobre su delicada espalda, salpicando mi rostro de cálidas gotas. Acerqué mi boca hasta casi rozarla. Quería que sintiese el calor de mi respiración. Ella se agitó nerviosa. Con un movimiento rápido de la lengua acaricié los labios mayores de Giselle. Fue un contacto fugaz, apenas un breve instante, pero sirvió para robarle un gemido y conseguir que un escalofrío recorriese su cuerpo. Entonces volví a pasar mi lengua. Esta vez el contacto fue más largo, si bien igual de tenue. Ella suspiró hondo. Moví de nuevo la lengua, de abajo a arriba, más lentamente, y esta vez aumentando la presión y por ende, el roce. Ella dejó escapar el aire con fuerza, en un gemido seco y cargado de placer. Murmuraba mi nombre… “Tristán”. Sonaba tan delicioso arrastrado entre sus gemidos…
Seguí lamiendo con más fuerza, manteniendo un ritmo lento y constante que, muy poco a poco, fui acelerando al son de los gemidos de ella. Entonces, con el anular de mi mano izquierda, comencé a masturbarla, mientras mi lengua seguía su recorrido vertical, de arriba abajo, ahora sensiblemente más rápido. Ella ya no gemía. Gritaba.
Con una última y larga pasada de mi lengua me levanté. Giselle trataba de recuperar el aliento. Pero ella no me había dejado descansar. ¿Por qué iba a hacerlo yo? Sonriendo, acaricié tiernamente su espalda, empapada por el agua de la ducha, y fui dejando resbalar mis manos hasta la cadera de ella. Entonces, lenta y cuidadosamente, la fui penetrando. Lo hice despacio. A ambos nos encanta sentir como va desapareciendo esa breve presión inicial, y como va entrando hondo. Cada vez más hondo. Ella gimió, al sentir como la iba llenando. Entonces me retiré. Es tan divertido hacerla sufrir un poquito más. Ella se volvió a mirarme. Se mordía el labio inferior, en un gesto a medio camino entre la indignación y la provocación.
Entonces volví a entrar. Esta vez fue algo más rápido, y más profundo. Ella emitió un largo gemido, mientras terminaba de acoger todo mi falo. Comencé a mover mis caderas acompasadamente, adelante y atrás, penetrándola lenta pero profundamente. Ella gemía con cada nueva embestida y la sentía moverse grande, enorme en su interior. Fui incrementando el ritmo. Cada movimiento era una oleada de placer para ambos. A ella le comenzaban a temblar las piernas. Mi respiración se había tornado entrecortada. El ritmo se aceleraba. Ella agarraba tan fuerte los mangos de los grifos que sus tendones se dibujaban blancos bajo la tersa piel de sus manos. El agua caliente recorría nuestros enfervorecidos cuerpos, tornándolos más resbaladizos aún. Me incliné sobre ella, y tomé sus pechos entre las manos, amasándolos, apretándolos, mientras besaba y mordía su espalda. El ritmo seguía en aumento. Los gemidos se sucedían de una y otra parte. Los pezones de ella estaban tan duros que los sentía clavarse en mis manos cuando apretaba aquellos senos perfectos. Ya apenas respiraba. El final estaba cerca. Los gemidos de ella eran ya gritos de placer, pidiéndome que siguiese, que no parase nunca. Pronto se volvieron ininteligibles. Ella echó hacia atrás la cabeza, su melena salpicando y azotando mi rostro. Gritó mientras el orgasmo la embargaba. El placer era tal que las piernas le temblaban tanto que apunto estuvieron de no sostenerla. Pero cuando sus gemidos comenzaban a apagarse sintió como mis manos se cerraban sobre su pecho, como todos mis músculos se contraían. Y con un gemido, me derramé dentro de ella, derrumbándome sobre su espalda. Durante unos segundos no nos hablamos, mientras nuestros respectivos corazones trataban de latir a un ritmo más acompasado. Las respiraciones ahogadas poco a poco se normalizaron. Entonces nos separamos y, tras besarnos una vez más, decidimos que iba siendo hora de una buena ducha.
PD: Para los curiosos, sólo deciros que este fue el post que Giselle no me dejó terminar ;)