lunes, 5 de febrero de 2007

Ahora mando yo (I)


Giselle tenía ganas de jugar. Y yo también. Apenas abrí la puerta lo descubrí. La casa estaba a oscuras, iluminada a medias por la vacilante luz de unas velas, que dispuestas en hilera, me guiaban hasta el objeto de mi creciente deseo. Caminé en medio de la penumbra, la sonrisa en mi rostro cansado y esa comezón en el vientre, fruto del placer de la anticipación, de saber y a la vez ignorar que es lo que va a ocurrir. Porque Giselle es una caja de sorpresas. Una excitante caja de sorpresas.


Me adentré en las sombras trémulas que las velas arrojaban al largo pasillo que va a morir a nuestra habitación. La puerta se encontraba entornada y un leve aroma a incienso flotaba en el ambiente. Aspiré profundamente y sentí como la excitación iba en aumento y un escalofrío de placer recorrió mi columna. Alargué una mano hasta el pomo de la puerta y empujé levemente. En silencio, la puerta se abrió. Giselle estaba de pie, cubierta tan solo con una bata de gasa transparente. Bajo la vaporosa tela se entreveía el sugerente tatuaje que adornaba su espalda justo encima del nacimiento de sus nalgas prietas y redondeadas. Tenía el rostro levemente vuelto hacia mí, sabedora de mi presencia, anhelante de mi contacto. Una silenciosa invitación a su cuerpo. Caminé unos pasos. Entonces mis ojos, aunque presos por aquella embrujadora imagen, se desviaron un instante hasta la mesilla cuidadosamente iluminada. A la luz de una decena de velas que brillaban bajo el enorme espejo colgado en la pared, reposaban un antifaz negro y unas esposas. No pude reprimir una sonrisa, que Giselle captó en mi reflejo en el espejo. En él pude ver como se mordía suavemente el labio inferior y como sus pezones comenzaban a erguirse, firmes y enhiestos. Tomé el antifaz y me acerqué a Giselle, que hizo ademán de volverse.

-No te muevas –le ordené suavemente-. Ahora mando yo.

Giselle se detuvo y permaneció de pie, obediente, de espaldas a mí. Cuando estaba llegando a su altura, ella dejó su bata deslizarse lentamente por su cuerpo desnudo, hasta que, entre crujidos de tela, terminó arrugada en el suelo. Lentamente, coloqué el antifaz sobre su rostro y me alejé en silencio. La contemplé unos instantes, desnuda, hermosa, arrebatadora, mientras movía la cabeza a un lado y a otro, tratando de captar mi presencia. Muy lentamente, me descalcé, para no hacer ruido y, mientras me acerqué a por las esposas, me deshice de mi camisa. Colgué las esposas del cinturón que, delatoras, tintinearon. Giselle sonrió, al tenerme de nuevo localizado. Me moví en silencio, en círculos, alrededor de ella. De vez en cuando inspiraba profundamente, para que supiese donde estaba, para que supiese que me movía. Para que se preguntase qué es lo que hacía.

Entonces me situé tras ella y besé su cuello. Al notar mi torso desnudo, cálido, contra su espalda, y el húmedo roce de mis labios en su cuello, se estremeció. Volví a separarme y a dar un par de vueltas a su alrededor. Entonces me arrodillé delante de ella y muy lentamente, fui lamiendo su vientre, desde el ombligo hasta el pezón derecho, donde me detuve para lamerlo un par de veces. Giselle gimió. Me levanté y volví a separarme una vez más, aunque sería la última. Pero ella no lo sabía y giraba la cabeza a uno y otro lado,y su respiración se agitaba a causa del deseo y la impaciencia por satisfacerlo. Así que me situé de nuevo a su espalda y susurré:

-¿Acaso no querías jugar?

Mis manos abarcaron sus pechos, apretándolos con fuerza. Podía sentir aquellos pezones duros al contacto con mis dedos. Me acerqué más aún a ella, para que pudiese notar entre sus nalgas, aún a través de mis pantalones, la erección que me estaba provocando. Giselle dejó escapar el aire con fuerza y levantó sus manos hasta mi cabeza, acariciándome, mientras yo jugaba con aquellos pechos firmes y generosos. Mordí su cuello mientras dejaba escapar un suave gruñido animal. Giselle rió al tiempo que gemía quedamente.

Una de mis manos exploraba ya la suave piel de su vientre, acariciando con la punta de los dedos aquel vello rizado que era la exquisita promesa de una noche de placer. La respiración de Giselle era entrecortada y cuando mis dedos se decidieron al fin a bajar más aún, la encontraron no húmeda, sino completamente mojada. Ella se estremeció al sentir como mi dedo la penetraba e intentó morder mi cuello, pero a ciegas como estaba, erró. Durante un par de minutos la masturbé. Sus manos bajaron a tientas por mi torso desnudo buscando desnudar el resto de mi cuerpo. Desabrocharon el cierre de mis vaqueros y tanteaban ansiosos, en busca de mi pene. Cuando casi habían alcanzado su objetivo me separé un poco y retuve sus manos con las mías.

-Aún no es el momento, mi amor –Giselle dejó escapar un suspiro a medio camino entre la frustración y el deseo.

Entonces, con cuidado, la hice subirse a la cama, de rodillas, las manos apoyadas sobre la colcha. Entonces me aparté. Me encanta ver a Giselle desnuda, mojada, febril de deseo. Terminé de quitarme la ropa en silencio, mientras recorría su sinuoso cuerpo. Me coloqué detrás de ella, deleitándome en la deliciosa visión de sus nalgas, de la entrada de su vagina, de aquellos labios que me llamaban, que me atraían irremisiblemente. Mi lengua pasó rauda, tan sólo un leve contacto, pero lo suficientemente electrizante como para que Giselle dejase escapar un gemido de placer ante tan inesperado roce. Aguanté unos segundos y volví a lamerla, esta vez más pausadamente. Esta vez el gemido fue también más prolongado. Mis manos aferraron su trasero, separando sus nalgas para favorecer el acceso, y mi lengua se deslizó una y otra vez, de arriba abajo, y de abajo a arriba, muy lentamente, aumentado la presión. Introduje mi lengua en su vagina, dentro, cada vez más dentro. Las manos de Giselle estaban engarfiadas sobre la colcha arrugada y sus gemidos se habían tornado en gritos de placer que acompañaban cada movimiento de mi traviesa y ávida lengua. Su cuerpo se estremecía, casi convulsionaba, mientras se acercaba más y más al orgasmo. Pronto empezó a pedirme que la penetrase. Quería más, y mi lengua no le era suficiente. Empezó a moverse a atrás y adelante, al compás que marcaba mi lengua. Sus jugos se derramaban por sus piernas, que ya comenzaban a temblarle mientras el placer la acometía oleada tras oleada. Hasta que al fin, con un prolongado gemido y deshaciendo totalmente la cama, llegó al clímax y se dejó caer, exhausta, sobre las sábanas. La miré sonriendo, complacido.

-Pero aún no hemos acabado –dije haciendo resonar las esposas en mis manos-. Todavía nos quedan cosas por hacer.



CONTINUARÁ…